lunes, 26 de diciembre de 2011

La primera puerta al final de la escalera

Ayer volví a soñar con ella. En medio de un sueño absurdo, como lo son la mayoría, estaba aquella puerta de cristal y hierro antiguo. Y el recibidor inmenso y frío, vacio de muebles pero lleno de humedades y silencio. Al final de aquel lúgrubre espacio, una escalera en espiral que ascendía hacia los pisos superiores, al lado de un ascensor diseñado en una época en la que la gente debía de pasar mucha hambre: pretender que entraran allí cuatro personas y que corriera el aire entre ellas era una utopía.

Al final del primer tramo de escaleras, una puerta. Alta y recia, de madera maciza. Detrás de ella, mi casa durante doce largos años, desde mi última infancia con ocho años, hasta mi primera "adultez" con veinte. Años muy intensos y principalmente oscuros. Las casualidades de la vida hicieron que volviera a vivir en ella, ya sola e independiente, desde los veintitres años hasta los veintiocho. Años de nuevo muy intensos y llenos de matices, colores y sombras. No los cambiaría (esos últimos cinco), por nada del mundo... Tú sabes a qué me refiero.

Después de tantos años de haber cerrado por última vez aquella puerta de madera, sigo soñando con ella. En absolutamente todos los sueños en los que estoy en casa, es "esa" casa. No importa las casas en las que viví después, la casa en la que ahora vivo desde hace 10 años... Mi casa es aquel primer piso, primera puerta de la calle Travesera de Gracia, nº 66 en el Eixample barcelonés.

Unos pocos sueños me dejan un regusto agradable, la mayoría son tristes y sombríos cómo sus largos y altos pasillos de luz tenue. Pero de vez en cuándo, hay algún sueño aterrador. Son sueños imposibles, de terrores profundos. Puertas que no están dónde debieran, ni actúan cómo debieran... Presencias apenas intuidas a las que sin embargo identificamos con el mal absoluto. Y esa voz que quiere escapar de tu garganta en un grito desesperado que nadie oye, ni siquiera tú mismo.

Han pasado muchos años, y sigue sin irse. Aguanta ahí, en mi subconsciente, para recordarme de dónde vengo, ¡cómo si pudiera olvidarlo!
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viernes, 23 de diciembre de 2011

Han vuelto de nuevo...



Pues parece que han vuelto de nuevo. No importa lo bien que te portes durante todo el año, que por estas fechas vuelven a hacer acto de presencia y vuelvo a quedarme con cara de tonta. Bueno, mi cara está en el TL que va desde "tonta" a "que se pare el tren que me yo me bajo".

Y lo mejor de todo es que no tengo una razón objetiva para que las Navidades me sienten mal. No hay nadie a quién eche de menos especialmente en estas fechas: yo soy más de echar de menos cada día, así el dolor se reparte un poquito más y te acostumbras y parece que duele menos.

Por supuesto en mi día a día intento disimular, no sea que la gente me vea como un "emo" snob al que le gusta llamar la atención precisamente en esta época. Yo soy más de llamar la atención siempre que puedo: si entro en una sala y no me mira nadie, entonces sí que tengo un problema... Y de "emo" también tengo poco, así que nadie se espere de mí lamentaciones y lloros por lo indigestas que me resultan estas fechas. Protesto, sí, pero con dignidad contenida y en entornos íntimos.

Lo cierto es que si tuviese que elegir unas Navidades perfectas, tendrían mucho más que ver con playas paradisíacas, calor y sexo que con nieve, frío y villancicos... Pero ya se sabe que la familia lleva muy mal lo de renunciar al super-glue de finales de año y no estar todos juntos y revueltos.

Repetiré pues la liturgia anual de poner buena cara a la galería. Quizá haga alguna locura secreta (tengo algunas ideas), iré mucho al gimnasio (cansarse mucho acostumbra a implicar lobotomía temporal) y me inflaré a polvorones para compensar (he dicho alguna vez que son mi debilidad?). Y ya si eso a la vuelta, escribiré algo profundo para reconciliarme conmigo misma.

Pero no esperen mucho de mí a partir de mañana. Cómo diría Vicky, voy a ser rubia (platino) durante dos semanas enteras.
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martes, 6 de diciembre de 2011

Comedias románticas con final ¿infeliz?


Llevo unas semanas en un proceso de reconstrucción que pasa, entre otras cosas, por visionar el mayor número de comedias románticas actuales. Entiéndase cómo tal películas ligeras, con algún toque de humor y en las que el mayor drama que pueda existir sea que la protagonista no encuentra su vestido favorito para ir a una cena. Y conste que aunque entiendo que para ella pueda ser muy traumático, en este caso no hago el esfuerzo de empatizar con el dolor ajeno.

El caso es que en mi cinemateca de comedias románticas hay una galería de clásicos increíbles, divertidos y que no me canso de ver. Películas que revisiono con placer y sin plantearme en modo alguno si las actitudes de hombres y mujeres me resultan “ofensivas”, absurdas o ridículas. Aquí una muestra de a lo que me refiero

Ahora bien, han pasado 60 años y la liberación femenina no ha parado de avanzar desde entonces. Y aunque queda mucho por hacer, una piensa que en algunos campos se ha avanzado suficiente cómo para superar clichés como el que sugiere la película antes mostrada: que la máxima aspiración de una mujer es encontrar un hombre que la rescate. Un caballero andante que acabe con todo el sufrimiento que supone estar sola, ya que una mujer en esas circunstancias es una mujer incompleta.

Y es en ese instante cuándo viendo las más recientes comedias románticas, te das cuenta que nada ha cambiado. Bueno, eso no es cierto del todo… Ha cambiado la forma, no el contenido. Las protagonistas de las nuevas comedias son mujeres ambiciosas, profesionales agresivas, señoras con las ideas muy claras y que en absoluto van a someterse a ningún “ritual” choricero en el que un hombre pase a ser su amo y señor… Hasta que encuentran a uno que hace que las gomas de su ropa interior se deshagan y entonces podemos borrar la práctica totalidad del metraje anterior, enchufarle el de “Pijama para dos”, y el final encaja perfectamente: una mujer radiante porque acaban de pedirla en matrimonio y su vida, ¡por fin! cobra sentido.

No paro de darle vueltas al motivo por el que se siguen perpetuando esos esquemas en las películas; más o menos agazapados y subvertidos, pero siguen allí. La única explicación es que SIGUEN VENDIENDO… y eso significa que la mayoría los compra. Mucha liberación y lo que sigue atrayendo a las mujeres es una historia en la que la protagonista acabe felizmente casada/aparejada. Algo estamos haciendo mal…
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domingo, 4 de diciembre de 2011

El dolor ajeno


Era una tarde de finales de otoño. Yo acababa de aparcar mi coche y me dirigía a un cajero automático a sacar dinero. No recuerdo para qué… Han pasado cinco años de aquella tarde. Hacía menos de un mes me habían dado una malísima noticia de la que aún estaba recuperándome. De la que aún no me he recuperado. Iba pensando en ello cuándo sonó mi teléfono.

Era una amiga que llamaba para explicarme que los análisis de sangre de su segundo trimestre de embarazo le habían salido un poco mal y tenía el azúcar alto. Eso significaba que, al igual que me había pasado a mí en mis dos últimos embarazos, tendría que hacer régimen durante los meses que le faltaban hasta el parto. Mientras me lo explicaba, le temblaba la voz y apenas podía contener las lágrimas.
Yo no entendía lo que me estaba contando. No podía creer que estuviera haciendo un drama de pasar cuatro meses a régimen, y menos que me llamara a mí para escenificarlo habida cuenta de por lo que yo estaba pasando. Algo así del estilo del chiste: “Qué mala racha llevamos, yo pierdo el boli, a tí se te muere tu padre…”.
Recuerdo haber balbuceado algunas palabras de consuelo y excusas para acabar rápido aquella conversación. Me quemaba el teléfono y mi indignación hacia ella me ahogaba.

Aunque en un primer momento mi enfado superó cualquier capacidad de análisis, con el tiempo volví a aquella conversación en un intento de comprender lo que había ocurrido. He pensado mucho desde entonces en aquello que nos hace infelices y nos lleva a desesperarnos. Y he llegado a la conclusión que no hay un valor absoluto para el sufrimiento. No se mide en unidades físicas cuantificables y comparables. No se puede decir: “mi desesperación es de 4 frustradios y la tuya de 9, por lo tanto mejor me callo que bastante tienes tú con lo tuyo”.

No, no funciona así. Cuándo te ocurre algo malo, esté en el lugar de la escala que esté, tu sufrimiento puede ser de una intensidad que no esté en absoluto correlada con la causa de tus desgracias. No tener tiempo para ir a la peluquería a tapar tus incipientes canas, por ejemplo, puede ser algo que te angustie sobremanera y que te desespere hasta el extremo de hacerte saltar las lágrimas. Si en ese momento justo te informan que te van a despedir, probablemente el sufrimiento que antes dedicabas a tus canas lo traslades al hecho que te van a despedir, y lo de la peluquería te parezca la chorrada más grande del mundo. Y así ad infinitum

Eso me ha hecho darme cuenta de muchas cosas: una de ellas, que no puedes consolar a nadie diciéndole que la causa de sus problemas es una tontería comparada con lo que podría pasarle (ese es un argumento que mi madre utiliza constantemente a pesar de mis esfuerzos por demostrarle su inutilidad). Otra que no puedes menospreciar el dolor ajeno… aunque su causa sea una chorrada inmensa. Al fin y al cabo, su sufrimiento es real.

Y lo más importante que me ha enseñado es que no es razonable racionalizar el sufrimiento ajeno. Hay que empatizar con él sin buscarle más explicación. El consuelo viene de acompañar a alguien en su duelo, sea este originado por la causa que sea. Y la única forma de que esa compañía sea efectiva es si es irracional y sale del corazón, no del cerebro. Ese mismo cerebro que me hizo indignarme con mi amiga hace ahora cinco años.
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SUS...PIRO

Tanto aire exhalado sin sentido... intentaré hacer algo productivo con él y convertirlo en palabras.